(Artículo originalmente publicado en el website de la Federación Espirita Española)

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FEE

Si la religión, apropiada en el principio a los conocimientos limitados de los hombres, siempre hubiese seguido el movimiento progresivo del espíritu humano, no habría incrédulos, porque está en la naturaleza del hombre tener la necesidad de creer, y él creerá si se le diere un alimento espiritual en armonía con sus necesidades intelectuales 
Nosotros vivimos, pensamos, actuamos, he aquí lo que es positivo; nosotros morimos y eso no es menos cierto. 
Dejando la Tierra ¿para dónde vamos? ¿En qué nos convertiremos? ¿Seremos mejores o peores? ¿Seremos o no seremos? Ser o no ser, tal es la alternativa; es para siempre o para nunca; es todo o nada: o viviremos eternamente, o todo acabará sin retorno. Bien vale la pena pensar en eso. 

Todo hombre siente la necesidad de vivir, de gozar, de amar, de ser feliz. Decidle a aquél que sabe que va a morir que él vivirá aún, que su hora será retardada, decidle, sobretodo, que será más feliz de lo que nunca fuera, y su corazón va a palpitar de alegría. 
Mas, ¿para que servirían esas aspiraciones de felicidad si un soplo puede hacerlas desvanecer? 

¿Hay algo más desesperante que ese pensamiento de la destrucción absoluta? ¡Afectos santos, inteligencia, progreso, saber laboriosamente adquirido, todo será aniquilado, todo estará perdido! ¿Cuál sería la necesidad del esfuerzo para volverse mejor, de la represión para contener sus pasiones, de fatigarse para adornar su Espíritu, si de eso no se debe recoger ningún fruto, sobretodo, con ese pensamiento de que mañana tal vez eso no nos servirá de nada? Si así fuese, la suerte del hombre sería cien veces peor que la del animal, porque el animal vive enteramente en el presente, en la satisfacción de sus apetitos materiales, sin aspiración en cuanto al futuro. Una secreta intuición dice que eso no es posible. 
Por la creencia en la nada, el hombre concentra fuertemente todos sus pensamientos sobre la vida presente. 

No podría, en efecto, lógicamente preocuparse con el futuro que él no espera. 
Esa preocupación exclusiva del presente conduce, naturalmente, a pensar en sí antes de todo; es, pues el más poderoso estímulo al egoísmo y el incrédulo es coherente consigo mismo cuando llega a esta conclusión: gocemos mientras estamos aquí, gocemos lo máximo posible, porque después de nosotros todo habrá terminado; gocemos de prisa, porque no sabemos cuanto durará esto. 

Y a este otro, también muy grave para la sociedad: gocemos a pesar de todo; cada uno por sí; la felicidad, en este mundo, es del más audaz. 
Si el respeto humano retiene a algunos, ¿qué freno pueden tener aquellos que nada temen? 
Ellos dicen que la ley humana no alcanza sino a los torpes; por eso aplican su genio en los medios de eludirla. 

Si hay una doctrina malsana y antisocial, seguramente, es la del nihilismo porque rompe los verdaderos lazos de la solidaridad y de la fraternidad, fundamento de las relaciones sociales. 
Supongamos que, por cualquier circunstancia, todo un pueblo adquiriese la certeza de que, en ocho días, en un mes, en una año si se quiere, él será aniquilado y ningún individuo sobrevivirá, que no quedará ninguna huella de si mismo después de la muerte; ¿qué hará durante este tiempo?

¿Trabajará por su mejoramiento, por su instrucción? ¿Se entregará al trabajo para vivir? ¿Respetará los derechos, los bienes, la vida de sus semejantes? ¿Se someterá a las leyes, a una autoridad, cualquiera que sea aun la más legítima: la autoridad paterna? 
¿Tendrá para sí un deber cualquiera?

Seguramente que no. ¡Pues bien! Lo que no se alcanza en masa, la doctrina del nihilismo lo realiza, cada día aisladamente.
Si las consecuencias de eso no son tan desastrozas como podrían serlo, es en primer lugar porque, entre la mayoría de los incrédulos, hay más de fanfarronería que de verdadera incredulidad, más duda que convicción y porque tienen más miedo de la nada de lo que procuran aparentar; el título de espíritu fuerte lisonjea su amor propio; en segundo lugar porque los incrédulos absolutos son una ínfima minoría; sienten, a pesar suyo el ascendiente de la opinión contraria y son mantenidos por una fuerza material.

Pero, si la incredulidad absoluta se volviere un día la opinión de la mayoría, la sociedad estará en disolución.
Es a lo que tiende la propagación de la doctrina del nihilismo.
Cualquiera que sean las consecuencias, si el nihilismo fuese una verdad, sería preciso aceptarlo y no serían ni sistemas contrarios, ni el pensamiento del mal que de él pudiese resultar lo que podrían hacer con que no fuese. Ahora bien, no se puede disimular que el escepticismo, la duda, la indiferencia, cada día ganan terreno, a pesar de los esfuerzos de la religión; y esto es positivo.

Si la religión es impotente contra la incredulidad, es que le falta algo para combatirla, de tal suerte que, si permaneciese en la inactividad, en un cierto tiempo ella estaría infaliblemente sobrepasada.
Lo que le falta, en este siglo de positivismo, cuando se quiere comprender antes de creer, es la sanción de sus doctrinas por los hechos positivos; es también la concordancia de ciertas doctrinas con los datos positivos de la ciencia. Si ella dice blanco y los hechos dicen negro, es necesario optar entre la evidencia y la fe ciega.
Es en este estado de cosas que el Espiritismo viene a oponer un dique a la invasión de la incredulidad, no solo por el raciocinio, no solo por la perspectiva de peligro que ella ocasiona, sino por los hechos materiales, haciendo tocar los dedos y mirar el alma y la vida futura.

Cada uno es libre, sin duda, en su creencia, en creer en algo o en no creer en nada; mas aquellos que procuran hacer prevalecer, en el espíritu de las masas, de la juventud sobre todo, la negación del futuro, apoyándose en la autoridad de su saber o en el ascendiente de su posición, siembran en la sociedad los gérmenes de la perturbación y de la disolución e incurren en una gran responsabilidad.